Tras la niebla: nueve meses con cataratas
Durante los últimos nueve meses, he vivido uno de los calvarios más inesperados de mi vida: un viaje lento y extenuante a través de la niebla provocada por las cataratas. Hoy quiero contar esta experiencia en mi blog, no solo para dejar constancia, sino también con la esperanza de que a alguien le sirva, le tranquilice o le haga sentirse acompañado.
Todo empezó con una sensación extraña durante las vacaciones de verano. Estaba en la playa, bajo la luz intensa del sol, cuando me di cuenta de que no podía leer sin gafas. No era solo una molestia pasajera: era como si las letras escaparan de mi alcance, aunque forzara la vista. Me llamó la atención, pero quise pensar que era un efecto de la luz o del cansancio.
Sin embargo, al regresar de aquellas vacaciones, la sensación se hizo más evidente. Recuerdo perfectamente cómo, conduciendo de vuelta a casa, notaba que la luz tenía algo raro. Veía el asfalto de la carretera como si estuviera evaporándose, como esas ondas que el calor provoca en el horizonte de las carreteras en pleno agosto. Era un efecto irreal, inquietante. Entonces supe que no era mi imaginación: algo en mi visión estaba cambiando.
Decidí, por fin, ir al óptico —que además es amigo— para que me mirara a ver si podía ayudarme. Ese día sentí miedo de verdad. Fue la primera vez que las personas por la calle no tenían casi rostro; sus caras eran manchas indefinidas que yo no podía reconocer. Mi amigo, siempre desde el cariño, fue demoledor: Vete a urgencias, esto no pinta bien. Aquella frase, pronunciada con tanta sinceridad, me dejó helada.
Desafortunadamente, en urgencias no tuve suerte. Me tocó una inepta —o quizás una persona que no tenía ganas de trabajar ese día— y el diagnóstico fue, como poco, superficial: blefaritis (párpados grasos) que me producían ojo seco. Su receta fue clara y costosa: toallas especiales y carísimas para limpiarme bien los párpados y lágrimas artificiales. Salí de allí con la sensación de que algo no encajaba, pero intenté seguir sus indicaciones con la esperanza de mejorar.
No mejoré.
Empezó el curso escolar y yo me incorporé al trabajo. Seguía el tratamiento y confiaba en que, en algún momento, llegaría la mejoría. Iba venciendo obstáculos, disimulando, haciendo lo posible por seguir el ritmo. Pero a los pocos días de comenzar las clases, ocurrió algo que no olvidaré: tuve que pedirle a una alumna que continuara leyendo en voz alta. Yo no podía. Las letras se me juntaban, eran manchas informes ante mis ojos. No quise alarmar, pero salí en cuanto pude y me fui, desesperada, de nuevo a urgencias.

Allí, esta vez, me subieron directamente a consulta. Afortunadamente, el diagnóstico fue claro, aunque aterrador: cataratas subcapsulares posteriores en ambos ojos. Un tipo de catarata que suele darse en personas más jóvenes que las típicas cataratas seniles que todos conocemos. Me dieron cita para una consulta especializada: 18 de noviembre.
Me fui al centro de salud, y la doctora, al conocer el diagnóstico y mi estado, me dio la baja laboral. Con ella he continuado hasta hace solo unos días. Fueron nueve largos meses de baja, plagados de frustración, rabia, incomprensión y agotamiento emocional.
…el diagnóstico fue claro, aunque aterrador: cataratas subcapsulares posteriores en ambos ojos.
Aquel 18 de noviembre me confirmaron definitivamente el diagnóstico y fue entonces cuando me metieron en lista de espera para la operación. Me advirtieron que el tiempo estimado para ser llamada era de entre 12 y 16 meses. Salí de allí con una mezcla de alivio por tener por fin un diagnóstico certero… y de profunda desesperanza por la larga espera que se abría ante mí.
En medio de todo ello, tuve que acudir a una visita a la inspección médica. Aquel día me sentí casi humillada. Me dijeron, prácticamente, que yo podía llevar una vida activa. No me lo podía creer. ¿Vida activa? Mi casa era casi la cueva de Batman, con las persianas bajadas y la luz siempre tenue. Cuando estaba sola vivía a oscuras porque la luz me deslumbraba y me hería los ojos; y cuando estaba acompañada, la situación no mejoraba. No era una cuestión de comodidad, sino de necesidad. Aquella valoración injusta y distante me dejó hundida.
…fue entonces cuando me metieron en lista de espera para la operación. Me advirtieron que el tiempo estimado para ser llamada era de entre 12 y 16 meses.
Finalmente, cuando mi enfermedad dio un paso más y yo tuve que dejar de comer en público porque no veía lo que tenía en el plato, decidí que no podía seguir esperando a que me llamaran. Con los ahorros que teníamos, pedimos cita en la sanidad privada. Mal me pese, porque creo firmemente en la sanidad pública, pero no podía seguir así. Allí me han operado, felizmente, y la intervención ha sido un éxito.
Presenté una reclamación en la Seguridad Social, exponiendo no solo los inasumibles tiempos de espera, sino también el daño que todo esto estaba causando en mi salud mental. La apatía de la respuesta fue del todo desacertada e incorrecta. Somos personas, no números. No se puede tratar a un paciente como una estadística más. La frialdad administrativa duele tanto como la enfermedad misma.

Además de las dificultades físicas, hubo otro obstáculo que pocas veces se menciona: el acceso a la tecnología. Durante estos meses oscuros, las dificultades para utilizar Internet se volvieron otro muro infranqueable. La única manera que tenía de leer o navegar era activando el modo noche en los dispositivos, combinado con una ampliación considerable de la letra. Las redes sociales —Instagram, Facebook, X, Threads, BlueSky— afortunadamente tienen su modo noche, lo que me permitió seguir conectada de alguna forma. Pero periódicos digitales, Amazon y prácticamente cualquier página de compras online no contaban con esa opción. Entrar en ellas era, sencillamente, imposible para mí. Un mundo cerrado.
Mi móvil, el Kindle, Nextory y eBiblio sí contaban con modo noche, y a ellos les debo, en gran medida, mi supervivencia emocional durante esos meses. Fueron mis ventanas al exterior cuando todo lo demás estaba bloqueado.

Por todo esto, este blog que ahora leéis tiene habilitado un modo noche que podéis activar cuando lo necesitéis. No nos damos cuenta de las carencias que sufren los demás hasta que las vivimos en carne propia. Esta ha sido una lección que no olvidaré.
Además de las dificultades físicas, hubo otro obstáculo que pocas veces se menciona: el acceso a la tecnología.
Hoy, ya operada y viendo la vida con más nitidez, solo puedo decir que valió la pena no rendirme. Las dificultades, las frustraciones y las largas esperas me han enseñado a valorar aún más lo que damos por sentado: nuestra salud, nuestra capacidad de ver, de leer, de conectar con el mundo. Ahora que puedo mirar alrededor sin el velo de la niebla, me siento agradecida por cada pequeña cosa que antes no valoraba.
A quienes estáis ahora inmersos en una espera médica o una incertidumbre como la mía, no dejéis de confiar en vosotros mismos, buscad segundas opiniones si lo necesitáis y rodeaos de los vuestros. No estáis solos. La luz vuelve, aunque tarde. Y cuando llegue, será aún más brillante.
Antes de terminar, no quiero dejar pasar la ocasión de agradecer, de corazón, a quienes han estado a mi lado en este viaje. A mi queridísimo marido, por su apoyo increíble durante todo este tiempo. Qué suerte he tenido contigo. A mi hijo, que en pleno apogeo de su adolescencia, lo ha hecho lo mejor que ha podido con su madre. A mi familia, que me ha apoyado constantemente, haciéndome sentir acompañada en los peores momentos. A mis amigos, por haber estado presentes, cada uno a su manera, cuando más los necesitaba. Y a mis compis del podcast, que, aun metiéndose conmigo siempre —desde el cariño—, me han hecho reír, y mucho. Muchas gracias. De verdad. Aquí es cuando una sabe con quién puede contar.